Hace un lustro mis circunstancias vitales cambiaron lo suficiente como para necesitar un coche que me permitiese reventarlo a kilómetros al menor coste posible. Ya tenía otra montura, pero las consecuencias de moverlo tanto habrían sido especialmente dolorosas para mi bolsillo, por eso de tener 238 CV de los años 80 y un motor gasolina de seis cilindros.
El coche que cumplió todo el pliego de condiciones fue el Toyota Prius 1.8, que compré de ocasión con un ahorro de 8.000 euros sobre el precio de lista. A cambio, «se lo dejé conducir» a un empresario murciano durante 42.230 kilómetros, para que le hiciese el rodaje. Como expliqué en su momento, la elección no fue por simple toyotismo: no quería un diésel, el tema del GLP de serie no estaba muy allá, un eléctrico no me servía, GNC no tenía dónde echar, y ningún gasolina turboapretado de potencia modesta me pareció convincente.
La experiencia en estos años ha sido totalmente positiva, pero lo quiero argumentar con cifras, no con sentimentalismos. Huelga decir que a bordo de este coche he tenido momentos de todos los tipos, y le he cogido el cariño suficiente para que no sea un simple electrodoméstico de transporte. A día de hoy, me reafirmo en mi elección, no pude haber escogido un coche mejor ni más adecuado por el mismo dinero.