Hace seis años me sinceré con vosotros respecto a mis deseos reprimidos de montarme en una moto. Por entonces no había subido delante ni en una Vespino, lo tuve terminantemente prohibido durante toda mi minoría de edad. Solo fui de paquete una vez en una moto deportiva siendo pequeño (lo que me quitó las ganas de subirme de paquete en una moto así por los restos) y una vez con 16 años en el ciclomotor de un compañero de instituto.
Empecé a tener contacto profesional con las motos en otoño de 2016, y me advirtieron que iba a engancharme. No iban desencaminados. Hubo un momento en que todas me parecían iguales: tienen horquilla, manillar, dos ruedas, depósito de gasolina y asiento. Luego empecé a percibir las diferencias: geometrías, cómo se coloca el motor, la postura, el estilo, los componentes… Pensar en ese momento me da ahora hasta vergüenza.
Algo en mí luchaba por salir, era mi motero interior. Hasta entonces, siempre había visto a los moteros con un halo especial, tratando de facilitarles el paso, nunca pegarme a uno, estar pendiente de ellos… y admirar el valor que hay que tener para subir en una moto que puede plantarse en 100 km/h en menos de 4 segundos. Muy pocos coches hacen eso, pero motos… a miles, y por muchísimo menos dinero. Estaba predestinado a ser motero. Cualquier intento por mi parte de luchar contra eso acabaría siendo en vano.