Sábado por la noche. Hay una fiesta en el pueblo, mucha gente reunida y facilidades para comer y beber en abundancia. Normalmente no bebes, pero ese día te da por tomarte una cantidad mínima de alcohol, esa que no te da miedo porque no vas ni a notarlo. Casi te podrías topar de bruces con la Guardia Civil y alcoholímetro en mano, con el halo sobre tu cabeza y toda la tranquilidad del mundo. Si soplas, apenas saldrán unas centésimas, pero lejos de que te pongan una multa.
Eso me pasó el sábado. Me había tomado un vaso de sidra. Por la tarde había comido como un condenado a muerte cumpliendo su última voluntad, y me había zampado unas croquetas artesanas bien generosas de contenido a la vez que la sidra. Diríase que iba bien llenito, si me ve un ginecólogo me preguntaría qué tal la última ecografía. El coche estaba aparcado cerca del pueblo, a un kilómetro de casa, tras haber estado todo el día fuera. Estaba prácticamente seguro de que habría control de alcoholemia en la última rotonda que separa el trayecto de donde aparqué a mi casa.
Me subí al coche asintomático total, ya había hecho mis cálculos: con todo lo que había comido, que era una cantidad pequeña, que tengo el metabolismo guay (68-70 kg todo el año, haga lo que haga) y apenas habiendo pasado una hora… vamos, que podía toparme con el control de alcoholemia y estar tranquilo. Como mucho saldrían un par de centésimas de miligramos en aire espirado, una tasa compatible con la seguridad y lejos del límite sancionable: 0,25 mg/litro, o 0,5 g/litro de sangre.